lunes, 11 de mayo de 2020

ESO DEL CONFINAMIENTO

RELATO PARTICIPANTE EN EL CONCURSO #NUESTROS MAYORES DE Zenda Libros

ESO DEL CONFINAMIENTO


Subir y bajar las escaleras de la troje, la comida, limpiar un poco, acariciar al gato, la novela, un ratito en el patio, sentada en mi silla de enea. La radio se ha roto y ya no puedo escuchar a la Julia por las tardes. En cuanto esto acabe la llevaré a Alfredín para que me la arregle, aunque está muy vieja, quizá debería gastarme los cuartos y comprarme una nueva. 
A las ocho me asomo a la calle para aplaudir, aunque  no queda casi nadie, solo se asoma a lo lejos, al final del todo la Teodora, ¡qué mal me ha caído esa mujer siempre! me encanta dedicarle una mirada de desprecio antes de la cena, y así cada día. Los lunes me llama Rocío, ¡qué lejos se fue a vivir mi niña! Y solo acierto a preguntarle algunas cosas porque yo ya no oigo muy bien. La mitad de las veces ni sé lo que me pregunta. Y la cena, cualquier cosa. Así pasan mis días, aburrida, la soledad me da la mano para dormir desde hace diez años, cuando Antonio se fue de mi lado. Ni un beso me dio.
¡Qué ganas de que se acabe esto!, yo que pasé penurias en la posguerra, que andaba descalza por las calles de este pueblo y que me tuve que ir a Francia para no morirme de hambre, ahora me voy a morir sola por un bicho que anda suelto, sin nadie que me llore siquiera. Con mi yerno frotándose las manos para hacerse una piscina en el patio. ¡De eso nada! Yo no me muero hasta que esto acabe, ya lo he decidido.
La Teodora me saluda desde su balcón, allí a lo lejos, ¡que dirá con esos aspavientos! Que ya se puede salir la entiendo. Esta lo que quiere es matarme. ¡Que a gusto se iba a quedar! Pues no me muero, ni hoy ni mañana.Ya lo tengo decidido
Ya han pasado tres meses y dicen en la televisión que ya podemos hacer vida normal. Esta mañana la muchacha que me limpia la casa me ha traído una mascarilla. Ni cómo se pone sé. Qué raro que ayer no saliera la Teodora al balcón, ya estoy mosca.
Suenan las campanas de la iglesia, tocan a muerto, pero yo aquí sigo, con mis pellejos y mi melena blanca, en mi silla de enea. Yo no he sido.
La Teodora, ha sido ella seguro, ¡con lo buena que era, la mujer! Ay la pobre. Ya me puedo morir tranquila. Lo único que no quería en esta vida, era irme antes que ella. 
Llévame pronto, señor.

Ecos del recreo



relato participante en el concurso #NuestrosMayores de Zenda Libros

Ecos del recreo.


Eugenio suelta la tiza por última vez en su cubilete antes de marcharse a casa. Las últimas noticias sobre una epidemia han dado al traste con la celebración de su último día en las aulas. El bar de la Luisa y su terraza, en frente del colegio donde ha trabajado casi toda su vida, luce vacío ante un miedo invisible. Al bajar la persiana siente que deja atrás una vida cuya banda sonora son los ecos del recreo, las risas y gritos de unos niños que algunos ya son padres de aquellos alumnos de los que se ha despedido hoy. Eugenio coge su maletín y se dispone a salir.
Antes de cerrar la puerta de la clase aparece Eduardo, uno de sus alumnos, casi sin aliento le explica que se le ha olvidado el libro de Lengua. Tras rebuscar en su pupitre, lo encuentra y lo mete en su mochila. Al cruzarse de nuevo con su maestro le da un abrazo. En sus ojos se dibuja una sonrisa triste. Dos cursos enteros con su maestro y ahora se tiene que marchar. Lo que no sabe Eduardo es que él tampoco volverá al colegio durante ese curso.
Con el maletín lleno de recuerdos Eugenio va hacia su casa. Un horrible silencio, el mismo que se ha apoderado de las calles en los últimos días, le acompaña hasta su calle. Al llegar, descubre una ambulancia en la misma puerta y recuerda que su móvil, aquel aparato que sus hijos se habían empeñado en que llevara consigo todo el día, no había parado de vibrar en su bolsillo. Al acercarse a la casa, ve cómo se llevan a Carmela en una camilla, envuelta en unos plásticos transparentes y sin parar de toser y agitarse.
Poco más tarde se encuentra en una sala de espera, aguardando noticias del médico. Su alma se encoge cuando un enfermero le da la noticia. Carmela ha ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos.
Lo único que puede hacer es despedirse de ella, con una pena tremenda, la misma que le provocó abandonar el aula aquella mañana. Y allí, en aquella cama de hospital en la que ahora está él, recibiendo un tratamiento contra aquel virus que ya le había robado momentos y se había llevado lo más preciado que tenía, veinte días después de terminar las clases, la misma madre de Eduardo, ataviada con su uniforme de enfermera, entrega una carta de su hijo al profesor. 
Solo hay un dibujo, hecho con muchos colores en el que un niño de diez años abraza a su profesor. Te quiero maestro ha escrito Eduardo con una caligrafía perfecta.
Eugenio sonríe y recuesta su cabeza en la almohada. 
Antes de que el silencio lo envuelva todo, Eugenio sonríe y oye los ecos del recreo.

jueves, 16 de abril de 2020

Adiós, marzo

Llueve
Y no porque te acabas.
El cielo llora por todo lo que deja atrás este marzo, 
y por lo que viene. 
Trata de borrar su rastro, su recuerdo, su esencia. 
El sabor de un mes en el que aprendimos
a vivir con nosotros mismos, 
Que luchamos contra nuestro deseo de escapar, 
de caminar, de respirar el aire que a algunos se les ha escapado para siempre. 
Hoy el cielo se derrumba en lágrimas,
las de aquellos que no se han podido despedir,
que se fueron en silencio, 
y tú te acabas, marzo,
Como cada año. 
Solo te pedimos que no vuelvas nunca,
no te echaremos de menos,
Y que no pare de llover.

domingo, 12 de abril de 2020

Dame la mano.

Relato participante en el concurso #Nuestros héroes de Zenda Libros

Dame la mano.

Las ocho de la tarde, es de noche y llueve, pero Ana sale a su balcón para aplaudir a los sanitarios, a todos esos médicos y enfermeras que luchan contra esa pandemia, aplaude a los policías que esta mañana pasaron por la calle para cantarle cumpleaños feliz a Sarita, la vecina de al lado, que hoy a salido a su terraza con un trozo de bizcocho y con una vela en lo alto para soplarla cuando acabe la ovación, esa aclamación que también se oye cada tarde por los bomberos, el personal de los supermercados, los dependientes de las gasolineras y por todos aquellos que se han convertido en héroes sin haberlo elegido y, como cada noche, también piensa mientras junta sus palmas, en sus compañeras y compañeros de trabajo, aquellos de las que pocos se acuerdan y que mantienen limpio todo aquello que tocan cada día cientos de personas.
Es momento de preparar la cena y lo hacen todos juntos. Su marido Javier se ha encargado de las hamburguesas, pero Andrea pone su toque artístico e intenta hacer de cada plato una obra de arte. A Alberto le han encomendado el postre, nada difícil, una de esas tartas en las que siguiendo los pasos quedan perfectas. Todos disfrutan un poco más de estar juntos durante el encierro, pero a la hora de dormir Ana no consigue conciliar el sueño, ¿y si al día siguiente se infecta?, ¿y si alguno de los suyos cae enfermo y no puede estar con ellos?
Con la falta de horas de descanso acumuladas y un frío que no es común de la primavera, Ana se levanta el tres de abril y se va a trabajar de nuevo. Antes de irse le da un beso en la nuca a su marido y se asoma al cuarto de los niños, que duermen plácidamente, parecen ajenos a todo esto. Andrea se da la vuelta y abre los ojos. Ana se acerca para arroparla y la pequeña pide un abrazo, una de esas muestras de cariño que últimamente son tan escasas, por precaución. Lo que no sabe Ana en ese momento es que ese abrazo será el último en mucho tiempo.
Al llegar al supermercado, se enfunda su mono de trabajo. Va cubierta casi de arriba abajo y lo limpia todo con esmero. La gente la mira con gratitud estos días, aunque sabe que su atuendo no inspira confianza, igual que tampoco lo hace esa tímida tos que aparece de vez en cuando y que ella ha achacado los últimos días a los productos de limpieza. Al llegar el mediodía siente que su cuerpo se rinde y empieza a notar como su piel arde, aparece también el miedo, el terror de llevar aquello a casa y no poder dejarlo fuera del portal.
Cuando sale de trabajar llama a Javier y se lo cuenta, comienza a sentir una presión en el pecho al subir las escaleras que por momentos parece un ataque de ansiedad, pero luego confirma su miedo más profundo, le falta el aire. Poco después una ambulancia viene a recogerla y se queda en una camilla del hospital que tanto conoce, ya casi no tiene fuerzas para quedarse sentada, tiene frío, tiene hambre y, sobre todo, siente que el miedo de apodera de su cuerpo de heroína tumbada en esa camilla que poco después otros héroes como ella empujan hasta la sala de cuidados intensivos.
Andrea y Alberto juegan con Javier durante toda la tarde, colorean dos dibujos cada uno.
-         -  ¿Te gusta papá?, pregunta la niña.
Javier se acerca para ver el dibujo y se queda de pie, detrás de su hija.
-         -  Papá, ¡estás mojando mi dibujo! Grita sin darse cuenta de que su padre está llorando.
Alberto se acerca y abraza las piernas de su padre, mientras Andrea se pone de pie en la silla y rodea su cuello con cariño. Comienzan los aplausos y los tres se recomponen para salir a agradecer a quienes están cuidando de mamá.
Esa noche, Andrea aplaude más fuerte que ninguna con la esperanza de que su madre la oiga desde la cama del hospital.
Unos días más tarde, Carmen se dispone a extubar a Ana. Antes de hacerlo, la coge de la mano, aprieta fuerte, intentando infundirle todo el ánimo que a veces a ella misma le falta.
A la misma hora, acaban los aplausos en la calle donde vive la familia de Ana. Andrea está emocionada, porque ha oído que su madre está un poco mejor, así que hoy colgará su dibujo preferido en el balcón.
Javier se queda mirando el dibujo de su hija antes de pegarlo en el cristal. En él dos mujeres, una vestida de médico y otra en una cama de hospital se dan la mano.
Todo ha salido bien.


 Miguel Moreno.

jueves, 9 de abril de 2020

Buenos días

Buenos días.

Relato participante en el concurso #Nuestroshéroes organizado por Zenda Libros.


Luis despierta cada día antes de que salga el sol, lleva muchos años haciéndolo y llegando siempre temprano al almacén donde la empresa de limpiezas tiene guardados todos los materiales que necesitan a diario para realizar su labor. Armado con sus utensilios, su único escudo contra lo que está sucediendo en aquellas calles ahora vacías, llega hasta el lugar donde cada jornada Julián le da los buenos días. No se conocen de nada, pero desde hace algunos años intercambian ese saludo y ya se tienen hasta cierto cariño, y eso que, desde su balcón, aquel viejo, viudo desde hace seis años, alguna vez arroja alguna que otra colilla que después Luis debe recoger.
Pasa la mañana pensando en ese maldito virus que ha hecho que la gente pase la mayor parte del tiempo en sus casas, aquellas calles tan animadas que poco a poco se iban despertando ahora duermen casi permanentemente y el único contacto humano que tiene fuera de su hogar es con aquel hombre que se asoma a su balcón.
El miedo paraliza a Luis al llegar a casa. Sus hijos y su mujer le esperan al final de la jornada, pero le da pánico  enfermar y que ellos a su vez lo hagan. Por las tardes es él quién se asoma al balcón, a las ocho de la tarde, para aplaudir a esos héroes sin capa que, sin haberlo elegido se han erigido como sustento de una sociedad que ha cambiado mucho en poco tiempo, que ha cambiado sin estar preparada para ello, y que mira al futuro con dosis parejas de esperanza e incertidumbre. Él, aún sin saberlo, es uno de esos héroes a los que su barrio le dedica una ovación.
Una mañana más, se levanta. Los días se han convertido en una rutina que se hace cada vez más difícil. Allí está Julián de nuevo, con sus buenos días asomado a su terraza, y todos los días igual, hasta aquel diez de abril en el que no aparece. Pasan los días y lo mismo. En Luis comienza a aparecer la preocupación por alguien a quien apenas conoce. Hasta que un día, se levanta de la cama y no puede ni moverse, todo el cuerpo le duele y arde su piel. Le cuesta respirar y se hace presente el pánico en la cara de su mujer y sus hijos. Más tarde se encuentra en una cama de hospital, casi no logra recordar nada, sus recuerdos han huido como la gente de las calles, solo ve cables, máquina, pitidos y esa soledad que se ha instalado ahora en él.
Pocos días después, la cosa va mejorando y la enfermera le cuenta todo lo que ha sucedido. Si todo va bien, esa misma mañana le trasladarán a planta, donde terminará de recuperarse y desde allí podrá hablar de nuevo con su familia, lo que más desea en ese momento.
Al llegar a la habitación que le habían prometido, Luis siente que cada vez está más cerca de los suyos, quiere volver a casa y salir a aplaudir al balcón. En esa habitación no está solo, cuando gira su cabeza hacia su lado derecho, justo al otro lado de la ventana ve a alguien que le observa desde su cama.
-          Buenos días, dice su compañero.

Luis le saluda y sonríe. Todo ha salido bien.